miércoles, 5 de diciembre de 2012

Pobre Lola

Un breve cuento acerca de una perrita llamada Lola.

Con Lola en mis manos, cargándola temblorosa, esperaba con impaciencia que el veterinario nos atendiera. Para ser una perrita de tan poco tamaño, mordía con una fuerza descomunal, aunque me tranquilizaba el bozal que mi madre, a duras penas, logró ponerle antes de irse a trabajar.

-Suba la perra al mostrador, por favor –me indicó amablemente el veterinario.
-Tenga cuidado, la recogí ayer de la calle y está muy agresiva –le señalé, con cierto alivio porque ya no la tenía entre mis manos.

El doctor la revisó en general, sin sorprenderse por los fallidos intentos de Lola por morderlo, pero asombrándose al verla gemir del dolor cuando pasaba las manos cerca de su lomo.

Luego de un rato, el doctor consideró que el calmante le había hecho el suficiente efecto como para que se dejase soltar el bozal sin respuesta agresiva alguna. A decir verdad yo pensé lo mismo, sin embargo, sentía un miedo terrible de que ambos estuviéramos equivocados y que lo primero que Lola hiciera fuera atacarme de frente. Aunque éste era mi segundo día con ella y le tenía un pánico terrible, la realidad era que le estaba tomando mucho cariño y sólo deseaba rodearla de un ambiente lleno del suficiente amor en el que ella se pudiera dar cuenta que podía bajar la guardia.

Una señora de la tercera edad, tranquilamente, entró con un perro negro, parecido a un Pitbull, justo en el momento en que el veterinario procedió a quitarle el bozal a Lola. Lola y yo, como de reflejo, miramos al imponente animal, ella se asustó, se lanzó de la mesa y, finalmente, se echó a correr. La señora, para mi desgracia, había dejado la puerta entreabierta y la perrita, asustada al fin, salió con alarmante prisa.

El Pitbull se exaltó y se puso a ladrar, sin poder moverse por la correa a la que lo tenían amarrado. Me tomó varios segundos darme cuenta de la gravedad de lo que estaba sucediendo: empecé a imaginarme a Lola corriendo asustada, entre calles llenas de carros y personas insensibles e incapaces de ayudarla.

-¿Qué hago? ¡Acompáñeme! –le dije asustada al veterinario.
-No puedo porque… -no terminé de escuchar lo que decía porque, luego de oír el ''no'', salí velozmente fuera del establecimiento.

Vi a Lola, a unos metros de mí, cruzando la calle. Se me paralizaba el corazón al pensar que su vida estaba en los reflejos de cada carro que se detenía de golpe al verla. Continuamos, por mucho rato, en un fallido escenario de cruzar calles corriendo, yo persiguiéndola y ella muerta del miedo huyendo de todo a su alrededor.

-¡Ayúdenme! ¡Alguien atrápela! –gritaba entre lágrimas mientras trotaba.

Dos hombres, altos y fornidos, escucharon mis súplicas y lograron rodearla por dos lados. Por unos instantes vi a Lola, finalmente, paralizada.

-Rápido, ¡Cógela! –me dijo uno de los hombres.

Me acerqué sigilosamente, tratando de mantenerla rodeada y, dubitativa, extendí mis manos para atraparla. Ella me gruñó, lanzó su boca como para morderme la mano y, por reflejo, me eché rápidamente hacia atrás.

Aprovechándose de esto, se entró por una calle angosta que iniciaba repleta de carpas donde muchas personas realizaban comercio informal. A duras penas lograba verla escabullirse entre carpas y pies. Luego de unos tres minutos, que me parecieron eternos, llegamos a un cruce entre dos calles: la de las carpas y una calle un poco más angosta.

Lola gimió cuando un carro, que excedía el límite de velocidad, la chocó de frente. El conductor se detuvo un momento, giró el carro y emprendió su camino con aún más prisa.Viéndola destrozada y ensangrentada me senté a llorar en la acera, mientras me culpaba por mi cobardía en el instante en que pude salvarla. Quizá si no hubiese sido tan egoísta al sólo pensar en mi, Lola estuviera entre mis manos justo ahora.

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