Un breve cuento acerca de una perrita llamada Lola.
Con Lola en mis manos, cargándola temblorosa, esperaba con impaciencia que el veterinario nos atendiera. Para ser una perrita de tan poco tamaño, mordía con una fuerza descomunal, aunque me tranquilizaba el bozal que mi madre, a duras penas, logró ponerle antes de irse a trabajar.
-Suba la perra al
mostrador, por favor –me indicó amablemente el veterinario.
-Tenga cuidado, la
recogí ayer de la calle y está muy agresiva –le señalé, con cierto alivio
porque ya no la tenía entre mis manos.
El doctor la revisó
en general, sin sorprenderse por los fallidos intentos de Lola por morderlo,
pero asombrándose al verla gemir del dolor cuando pasaba las manos cerca de su
lomo.
Luego de un rato, el doctor consideró
que el calmante le había hecho el suficiente efecto como para que se dejase soltar
el bozal sin respuesta agresiva alguna. A decir verdad yo pensé lo mismo, sin
embargo, sentía un miedo terrible de que ambos estuviéramos equivocados y que
lo primero que Lola hiciera fuera atacarme de frente. Aunque éste era mi
segundo día con ella y le tenía un pánico terrible, la realidad era que le
estaba tomando mucho cariño y sólo deseaba rodearla de un ambiente lleno del
suficiente amor en el que ella se pudiera dar cuenta que podía bajar la
guardia.
Una señora de la tercera edad,
tranquilamente, entró con un perro negro, parecido a un Pitbull, justo en el
momento en que el veterinario procedió a quitarle el bozal a Lola. Lola y yo, como de reflejo, miramos al
imponente animal, ella se asustó, se lanzó de la mesa y, finalmente, se echó a
correr. La señora, para mi desgracia, había dejado la puerta entreabierta y la
perrita, asustada al fin, salió con alarmante prisa.
El Pitbull se exaltó y se puso a
ladrar, sin poder moverse por la correa a la que lo tenían amarrado. Me tomó
varios segundos darme cuenta de la gravedad de lo que estaba sucediendo: empecé
a imaginarme a Lola corriendo asustada, entre calles llenas de carros y
personas insensibles e incapaces de ayudarla.
-¿Qué hago? ¡Acompáñeme! –le dije
asustada al veterinario.
-No puedo porque… -no terminé de
escuchar lo que decía porque, luego de oír el ''no'', salí velozmente fuera del
establecimiento.
Vi a Lola, a unos metros de mí,
cruzando la calle. Se me paralizaba el corazón al pensar que su vida estaba en
los reflejos de cada carro que se detenía de golpe al verla. Continuamos, por
mucho rato, en un fallido escenario de cruzar calles corriendo, yo
persiguiéndola y ella muerta del miedo huyendo de todo a su alrededor.
-¡Ayúdenme! ¡Alguien atrápela!
–gritaba entre lágrimas mientras trotaba.
Dos hombres, altos y fornidos,
escucharon mis súplicas y lograron rodearla por dos lados. Por unos instantes
vi a Lola, finalmente, paralizada.
-Rápido, ¡Cógela! –me dijo uno de los
hombres.
Me acerqué sigilosamente, tratando de
mantenerla rodeada y, dubitativa, extendí mis manos para atraparla. Ella me
gruñó, lanzó su boca como para morderme la mano y, por reflejo, me eché
rápidamente hacia atrás.
Aprovechándose de esto, se entró por
una calle angosta que iniciaba repleta de carpas donde muchas personas
realizaban comercio informal. A duras penas lograba verla escabullirse entre
carpas y pies. Luego de unos tres minutos, que me parecieron eternos, llegamos
a un cruce entre dos calles: la de las carpas y una calle un poco más angosta.
Lola gimió cuando un carro, que
excedía el límite de velocidad, la chocó de frente. El conductor se detuvo un
momento, giró el carro y emprendió su camino con aún más prisa.Viéndola destrozada y ensangrentada me
senté a llorar en la acera, mientras me culpaba por mi cobardía en el instante
en que pude salvarla. Quizá si no hubiese sido tan egoísta al sólo pensar en mi,
Lola estuviera entre mis manos justo ahora.
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